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Cuarto paso de Neuróticos Anónimos

Sin ningún temor hicimos un inventario moral de nosotros mismos.

La Creación nos dotó de instintos para un propósito. Sin ellos no seríamos seres humanos completos. Si los hombres y las mujeres no se esforzaran por su seguridad personal ni hicieran ningún esfuerzo para cosechar sus alimentos o construir su albergue, no sobrevivirían. Si no se reprodujeran, la tierra no estaría poblada. Si no existiera el instinto social, y si a los hombres no les importara la compañía de sus semejantes, la sociedad no existiría. Así, estos deseos de relación sexual, de seguridad material y emocional y de compañía son perfectamente justos y necesarios; ciertamente son dones de Dios.

Sin embargo, estos instintos tan necesarios para nuestra existencia nos dominan e insisten en gobernar nuestras vidas. Nuestros deseos sexuales, de seguridad material y emocional, y de obtener una posición importante en la sociedad, a veces nos tiranizan. Cuando los deseos naturales del hombre se descoyuntan, les ocasionan graves dificultades. No hay ser humano, por más bueno que sea, exento de esas dificultades. Puede decirse que casi todos los problemas emocionales son casos de instintos mal encauzados. Cuando eso sucede, nuestro “activo” natural, los instintos, se convierten en riesgos físicos y mentales.

El Cuarto Paso es un esfuerzo laborioso y vigoroso para descubrir cuáles han sido y son estos riesgos para nosotros. Queremos descubrir exactamente como, cuándo y dónde se deformaron nuestros instintos naturales. Queremos mirar de frente la desdicha que esto les ha causado a otros y a nosotros mismos. Descubriendo cuáles son nuestras deformaciones emocionales podremos corregirlas. Sin un deseo sincero y perseverante de hacerlo, es muy limitada la sobriedad o la satisfacción que podamos obtener. La mayoría de nosotros se ha dado cuenta de que es muy difícil de alcanzar la fe que obra positivamente en la vida cotidiana, si no se ha hecho sin temor alguno un minucioso inventario moral.

Antes de abordar en detalle el problema del inventario, veamos cuál es básicamente el problema. El siguiente ejemplo resultará muy significativo si nos fijamos bien en él. Supongamos que una persona antepone a todo el deseo sexual; este instinto imperioso puede destruir sus oportunidades para lograr su seguridad material y económica y su posición en la comunidad. Otro, puede desarrollar tal obsesión por su seguridad económica que no quiere hacer más que acumular dinero. Yendo al extremo, puede convertirse en un avaro y hasta en un solitario que se priva de su familia y amigos.

La búsqueda de la seguridad no siempre se manifiesta en términos de dinero. Muy a menudo encontramos al ser humano asustado que se empeña en depender de otra persona más fuerte que lo guíe y proteja. Este ser débil al no poder enfrentarse a las responsabilidades de la vida con sus propios recursos, no crece nunca. La desilusión y el desamparo son su destino. Con el tiempo sus protectores huyen o mueren y una vez más se queda solo y atemorizado.

También hemos visto hombres y mujeres a los que el poder los hace perder la cabeza de tal manera que se dedican a mandar a sus semejantes. Estas gentes a menudo desperdician muchas oportunidades de lograr una legítima seguridad y la felicidad del hogar. Cuando un ser humano se vuelve el campo de batalla de sus instintos no puede tener tranquilidad.

Pero ese no es el único peligro. Cada vez que alguien impone irracionalmente a otros sus instintos, se presenta la desgracia. Si en la búsqueda de la riqueza se atropella a los que están en el camino, se provocará cólera, envidia y venganza. Si se subleva el sexo se provocará igual alboroto. Las exigencias exageradas a otras personas de atención, protección y cariño, propician en ellas tiranía o repulsión, dos emociones tan malsanas como las que las provocaron. Cuando el deseo de prestigio del individuo se vuelve incontrolable, ya sea en el círculo de amistades o en la mesa de la conferencia internacional, hay otras gentes que se lastiman y frecuentemente se rebelan. Este choque de instintos puede producir desde una fría indiferencia hasta una candente revolución. Así estamos colocados en un conflicto, no solamente con nosotros mismos, sino también con otras personas que, como nosotros, también tienen instintos.

Los neuróticos anónimos especialmente deben poder darse cuenta de que el instinto desbocado es la causa fundamental de su manera destructiva de pensar y sentir. Hemos padecido de sentimientos de miedo, frustración y depresión. Tendemos a escapar del sentimiento de culpabilidad ocasionado por las pasiones, y luego encausamos nuestra conducta para lograr más pasiones. Padecemos la vanagloria y “gozamos” de sueños disparatados de pompa y poderío. No es agradable contemplar esta perversa enfermedad del alma. Los instintos alborotados obstaculizan la investigación. En el momento que tratamos de sondearlos, estamos sujetos a sufrir serias reacciones.

Si temperamentalmente estamos en el lado depresivo, estamos propensos a ser abrumados por el sentimiento de culpabilidad y de repugnancia de nosotros mismos. Nos revolcamos en ese lodazal, obteniendo frecuentemente con ello un placer deformado y doloroso. A medida que proseguimos esta melancólica actividad, podemos sumirnos en tal grado de desesperación que llegamos a creer que el olvido es la única solución posible. Aquí hemos perdido todo sentido de perspectiva, desde luego, y por consiguiente de la humildad. Porque éste es orgullo al revés. Esto no es de ninguna manera un inventario moral; es justamente el proceso por el que la depresión se encamina a las drogas y a la exterminación.

Si por otra parte nuestra disposición natural se inclina hacia el fariseísmo o la grandiosidad, nuestra reacción será enteramente la opuesta. Nos ofendemos con la sugerencia que N.A. hace del inventario. Seguramente que nos referimos con orgullo a la vida ejemplar que creíamos llevar antes de que la enfermedad se agravara. Pretenderemos que nuestros defectos serios de carácter, si es que pensamos que los tenemos, eran ocasionados por nuestra ignorancia. Siendo así, pensamos que lógicamente la tranquilidad -primero, después y todo el tiempo- es lo único para lo que necesitamos esforzarnos. Creemos que desde el momento en que decidimos asistir a las reuniones, reviviremos las buenas cualidades que habíamos demostrado tener. Si habíamos sido buenas gentes, exceptuando nuestros momentos de desequilibrio emocional ¿qué necesidad hay de un inventario moral ahora que estamos serenos?.

También nos agarramos a otro maravilloso pretexto para eludir el inventario. Nos lamentamos que nuestras ansiedades y dificultades actuales son causadas por el comportamiento de otras gentes – las cuales sí necesitan realmente hacer un inventario moral -. Creemos firmemente que nuestra indignación es justificada y razonable, que nuestros resentimientos están justificados. Nosotros no somos los culpables. Son ellos…

En este estado del proceso del inventario nuestros padrinos entran al rescate. Están capacitados para hacerlo porque son portadores de los conocimientos experimentados que N.A., tiene del Cuarto Paso. Consuelan al afligido demostrándole que su caso no es extraño ni diferente y que sus defectos de carácter no son más numerosos o peores que de los de cualquier otro miembro de N.A. Para lograrlo el padrino puede hablar con franqueza sin exhibicionismo de alguno de sus propios defectos pasados o actuales. Esta manera pausada y objetiva resulta muy tranquilizadora. El padrino probablemente indicará que el recién llegado tienen algo en su haber que abonarse aparte de sus riesgos. Esto tiende a disipar la morbosidad y a alentar el equilibrio. El recién llegado podrá empezar a darse cuenta de sus defectos tan pronto como empiece a ser más objetivo.

Los padrinos de aquellos que no creen necesitar del inventario, se enfrentan a otra clase de problemas porque las personas impulsadas por su amor propio no se dan cuenta del riesgo que corren. Estos recién llegados casi no necesitan de consuelo, el problema es ayudarlos a encontrar una rendija en la cárcel en que su orgullo los encerró, para que les pueda llegar la luz de la razón.

Puede decírseles que para la mayoría de nosotros el creer tener siempre la razón originaba toda clase de justificaciones a nuestra manera de comportarnos y nuestra conducta dañina. Habíamos hecho un arte del inventar excusas. Sufríamos porque nuestra situación era mala o porque no era muy buena. No estábamos satisfechos cuando en casa nos agobiaban con cariño o llorábamos porque no nos querían. Nos vanagloriábamos porque teníamos éxito en nuestro trabajo o padecíamos cuando fracasábamos en él, y así hasta el infinito.

Pensábamos que las circunstancias nos empujaban a sufrir y cuando tratábamos de corregirlas nos dábamos cuenta que podíamos hacerlo a nuestra entera satisfacción, nuestra conducta se volvía incontrolable y nosotros neuróticos. Nunca se nos ocurrió que necesitábamos cambiar para afrontar las circunstancias, cualesquiera que fueran.

Pero en N.A., aprendimos poco a poco que había que poner algún remedio a nuestros resentimientos negativos, a la lástima por nosotros mismos y a nuestro injustificable orgullo. Teníamos que darnos cuenta de que con nuestras baladronadas nos echábamos en nuestra contra a los demás. Teníamos que darnos cuenta de que cuando guardábamos mala voluntad y tramábamos vengarnos de esas derrotas, en realidad nos estábamos golpeando con el garrote de la ira que intentábamos esgrimir contra otros. Aprendimos que si estábamos seriamente perturbados, nuestra primera necesidad consistía en calmar ese disturbio sin importar quién o qué lo motivaba.

Francamente, nos tardamos mucho en darnos cuenta de cómo nos convertimos en víctimas de emociones erráticas. Las podríamos percibir prontamente en otros, pero cuando se trataba de nosotros lo hacíamos con lentitud. Antes que nada, teníamos que admitir que estábamos llenos de estos defectos, a pesar que estas admisiones resultaban dolorosas y humillantes. Cuando se tratara de otros, teníamos que abolir la palabra culpabilidad de nuestra conversación y de nuestro pensamiento. Esto requería mucha buena voluntad desde el principio. Pero una vez que vencimos los primeros obstáculos, el camino se hizo más fácil de recorrer, porque habíamos empezado a vernos en perspectiva, es decir que estábamos ganando en humildad.

Desde luego que la depresión y la sed de poder son características de extremos de la personalidad, tipos que abundan en N.A., y en todo el mundo. Frecuentemente estos tipos de personalidad se perfilan con la claridad de los ejemplos que se han dado. Pero con la misma frecuencia, algunos de nosotros encajamos más o menos en las dos clasificaciones. Los seres humanos nunca somos iguales, así es que cada uno de nosotros, al hacer su inventario, necesitaría determinar cuáles son sus defectos de carácter individuales. Una vez que uno encuentre zapatos a su medida se los podrá poner y caminar con la nueva confianza de que se va por un buen camino.

Ahora vamos a examinar la necesidad de una relación de los defectos de carácter más notorios que todos tenemos en diversos grados. Para los que tienen una preparación religiosa, en una relación de esta naturaleza verán violaciones graves a principios de moral. Otros verán en ella defectos de carácter; para otros será un índice de desajustes. Algunos les molestará que se hable de inmoralidad y ni qué decir, de pecado. Pero hasta el menos razonable estará de acuerdo con este punto: Que hay mucho de este mal en nosotros los neuróticos y acerca de lo mucho que habrá que hacerse si es que esperamos serenidad, progreso y habilidad necesaria para adaptarnos a la vida.

Para evitar confusiones sobre las denominaciones de estos defectos vamos a adoptar una relación universalmente reconocida de los principales defectos humanos, los siete pecados mortales: el orgullo, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. El orgullo no encabeza esta relación por mera casualidad. Porque el orgullo, nos provoca la tendencia de tratar de justificar todos nuestros actos, y siempre espoleados por los temores conscientes o inconscientes, es la causa principal de la mayor parte de las dificultades humanas, el principal obstáculo al verdadero progreso. El orgullo nos induce a imponer a otros o a nosotros mismos, exigencias que no se pueden cumplir sin pervertir o hacer mal uso de los instintos de los que Dios nos ha dotado. Cuando la satisfacción de nuestros instintos sexuales, de seguridad o sociales, se convierten en el único objetivo de nuestras vidas, el orgullo hace acto de presencia para justificar nuestros excesos.

Todos estos defectos generan miedo, una enfermedad del alma por sí sola. A su vez el miedo genera otros defectos de carácter. El miedo irrazonable a que nuestros instintos no se satisfagan nos impulsa a codiciar lo ajeno, al deseo inmoderado de satisfacciones sexuales y de poderío, a enfadarnos cuando las exigencias de nuestros instintos se ven amenazadas y a ser envidiosos cuando las ambiciones de otros se logran mientras que las nuestras no. Comemos, bebemos y arrebatamos más de lo que necesitamos por el temor de que no nos toque lo suficiente. Y con genuina alarma, ante el trabajo permanecemos indolentes. Flojeamos y lo dejamos todo para después y, cuando más, trabajamos a la mitad de nuestra capacidad y a regañadientes. Estos temores son el comején que devora sin cesar la base de cualquier clase de vida que tratemos de edificar.

Así que cuando N.A., sugiere hacer un inventario sin temor alguno, a todo recién llegado le parecerá que se le está pidiendo más de lo que puede hacer. Tanto su orgullo como su temor lo rechazan cada vez que intenta mirarse por dentro. El orgullo dice: “No te atrevas a mirar aquí”. Pero el testimonio de los N.A.., que realmente han acometido el inventario moral es que el orgullo y el temor de esta especie resultan ser simples espantajos. Una vez que tengamos la cabal buena voluntad de hacer el inventario y nos esforcemos concienzudamente en el cumplimiento de esta tarea, la luz iluminará este tenebroso paisaje. A medida que perseveramos, nace una confianza completamente nueva, y el alivio al enfrentarnos con nosotros mismos es indescriptible. Estos son los primeros frutos del Cuarto Paso.

Para entonces el recién llegado probablemente ya llegó a las siguientes conclusiones: que sus defectos de carácter, que representan sus instintos desviados han sido la causa primordial de su desequilibrio emocional y su fracaso en la vida; que a menos que esté dispuesto a luchar con ahínco para eliminar sus defectos más graves, la sobriedad y la serenidad mental los evadirán; que todos los cimientos defectuosos de su vida tendrán que ser destruidos para poder construir otros que sean una base firme. Ahora, bien dispuestos a empezar la búsqueda de sus defectos, preguntará: “¿Cómo puedo hacer un inventario de mí mismo?”.

Como el Cuarto Paso es el comienzo de una costumbre para toda la vida se sugiere examinar primero aquellos defectos que sean los más obvios que hayan ocasionado más dificultades. De acuerdo con el buen juicio de lo que ha sido lo correcto y lo equivocado, puede hacerse un examen preliminar de la conducta con respecto a los instintos primarios sexuales, de seguridad, y sociales. Observando la vida pasada pronto podrá ponerse en marcha el inventario si se consideran preguntas como éstas:

¿Cómo y en qué ocasiones perjudiqué a otras personas o me perjudiqué a mí mismo, en mi búsqueda egoísta de satisfacciones sexuales? ¿A quiénes lastimé y a qué grado? ¿Hice desgraciado mi matrimonio y perjudiqué a mis hijos? ¿Comprometí mi posición en mi comunidad? ¿Cómo reaccioné entonces a esas situaciones? ¿Sentí un remordimiento implacable? ¿O insistí en que era yo el perseguido y no el perseguidor y además me absolví? ¿Cómo he reaccionado ante frustraciones de índole sexual? ¿Cuándo se me negaba algo me volvía vengativo o me sentía deprimido? ¿Me desquitaba con otros? ¿Si en mi hogar me repudiaban o trataban con frialdad me servía como pretexto para mi promiscuidad sexual?.

También son importantes para los neuróticos las preguntas acerca de su conducta relacionada con su seguridad material y emocional. En ese terreno, el temor, la codicia, el acaparamiento y el orgullo, muy a menudo han causado mucho daño. Examinando sus antecedentes en negocios o empleos casi cualquier neurótico puede hacerse preguntas como estas: Además de mi problema emocional, ¿qué defectos de carácter contribuyeron a mi inestabilidad económica? ¿Destruyó mi confianza y me creó un conflicto en mi capacidad para adaptarme al trabajo? ¿Traté de disimular ese sentimiento de ineficiencia alardeando, timando, engañando o evadiendo la responsabilidad? O, quejándome de que los otros no reconocían mis excepcionales aptitudes, ¿me sobreestimé e hice un papel de “personaje?” ¿Tenía una ambición tan inconsciente que traicioné a mis asociados? ¿Fui derrochador? ¿Pedí dinero prestado atolondradamente, sin importarme si lo devolviese? ¿Fui tacaño, rehusándome a sostener a mi familia adecuadamente? ¿Quise arribar fácilmente y sin escrúpulos?.

Las mujeres de negocios que están en N.A., encontrarán que muchas de estas preguntas pueden ser para ellas también. La esposa neurótica también puede ocasionar la inseguridad económica de su familia. Puede tergiversar sus cuentas corrientes, manejar mal el presupuesto destinado a la alimentación de su hogar, pasarse las tardes jugando y comprometer con deudas a su marido, debido a sus despilfarros y a su irresponsabilidad.

Pero todos los neuróticos que han perdido por su manera de ser empleos, familia y amigos, necesitarán examinarse detenida y despiadadamente, para poder determinar cómo sus defectos de personalidad demolieron su estabilidad.

Los síntomas más comunes de la inseguridad emocional son las preocupaciones, la ira, la lástima de sí mismo y la depresión. Estos síntomas emanan de causas que algunas veces parecen estar dentro de nosotros y otras, parecen venir de fuera. Para hacer un inventario a ese respecto debemos considerar cuidadosamente todas las relaciones personales que nos acarrean dificultades continuas o periódicas. Debe recordarse que esta clase de inseguridad puede asomar en cualquier terreno donde los instintos estén amenazados. El interrogatorio que tenga ese propósito puede ser algo así: Mirando el pasado y el presente, ¿qué clase de situaciones sexuales son las que han causado ansiedad, amargura, frustración o depresión? Evaluando cada situación con cuidado ¿puedo darme cuenta en qué consistía mi error? ¿Me acosaban otras perplejidades porque tenía exigencias egoístas o irrazonables? O, si mi perturbación era ocasionada aparentemente por la conducta de otros, ¿por qué me falta la habilidad necesaria para aceptar lo que no puedo cambiar? Estas son las cuestiones fundamentales que pueden revelarme el origen de mi malestar e indicarme si puedo alterar mi propia conducta y así ajustarme serenamente a la autodisciplina.

Supongamos que la inseguridad económica despierta constantemente estos sentimientos. Puedo preguntarme hasta qué punto han sido alimentadas mis corrosivas ansiedades por mis propios instintos. Y si las acciones de los otros son parte de la causa, ¿qué puedo hacer acerca de ello? Si no puedo cambiar el presente estado de cosas, ¿estoy dispuesto a tomar las medidas necesarias para amoldar mi vida a las situaciones reales? Preguntas como éstas y como otras, que fácilmente pueden venir a la mente, ayudarán a encontrar las causas básicas.

Pero es por nuestras retorcidas relaciones con la familia, los amigos y la sociedad, por lo que la mayoría de nosotros ha sufrido más. Hemos sido especialmente estúpidos y tercos a este respecto. El hecho fundamental en que fallamos, es en reconocer nuestra falta de capacidad para lograr una asociación genuina con cualquiera. Nuestra egolatría cava dos pozos profundos: o insistimos en dominar a los que nos rodean o dependemos demasiado de ellos. Si dependemos de otras gentes tarde o temprano nos fallarán, porque también son humanos y porque no podrán al cabo satisfacer nuestras continuas exigencias. De esa manera crece nuestra inseguridad, y se encona. Cuando habitualmente tratamos de manipular a los otros de acuerdo con nuestros deseos voluntariosos, se rebelan y se resisten enérgicamente. Entonces se nos desarrollan el amor propio lastimado, el sentimiento de persecución y el de venganza. A medida que redoblamos nuestros esfuerzos para controlarlos y continuamos fallando, el sufrimiento se agudiza, se hace más constante. Nunca hemos tratado de ser uno de la familia, de ser amigo entre los amigos, trabajador entre los trabajadores, un miembro útil de la sociedad. Siempre hemos pugnado por llegar a la cúspide de la montaña, o por escondernos debajo de ella. El comportamiento egocéntrico obstaculizó cualquier relación de asociación con los que nos rodean. Teníamos muy poca comprensión de lo que es la genuina confraternidad.

Algunos objetarán las preguntas expuestas porque creen que sus defectos de carácter no han sido tan notorios, a éstos se les puede sugerir que un examen concienzudo puede demostrarnos con precisión los defectos a que se refieren las preguntas. Como nuestros antecedentes superficiales no nos han parecido graves, frecuentemente nos hemos sonrojado al darnos cuenta de que ello se debe sencillamente a que hemos escogido esos defectos con nuestra propensión a justificar todos nuestros actos. Cualesquiera que hayan sido los defectos al final nos han conducido a la neurosis y a la desgracia.

Por consiguiente, el inventario debe hacerse concienzudamente. A este respecto, es conveniente anotar nuestras preguntas y respuestas, hacerlo nos ayudará a pensar con claridad y hacer un avalúo honrado. Será la primera prueba tangible de nuestra buena voluntad de ir hacia adelante.

«Los doce pasos de Neuróticos Anónimos»

Los doce pasos de neuróticos Anónimos
Movimiento Buena Voluntad 24 Horas de Neuróticos Anónimos.

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